Ese martes ya estaba sentado en el tren suburbano que tediosamente me lleva a diario a la oficina. Justo esa mañana había salido un poco tarde de casa y apenas había alcanzado a tomar el tren de las 9:09am – el “tren de los vagos” como lo bautizó mi mujer, Ana, unos cuantos meses antes. Me enteré que algo fuera de los ordinario había ocurrido en la gran manzana gracias a un pasajero sentado a un costado mio. Había recibido una llamada a su teléfono celular y luego de cortar anunció a gritos a todo el vagón que un avión había chocado, aparentemente en forma accidental, contra una de las torres gemelas. Me dí media vuelta para mirarlo, contemplé el diminuto aparato inalámbrico en sus manos, y luego do de un par de segundos, quizá unos cuantos más, decidí ignorar el asunto.
El reloj rondaba por eso de las 9:15am – un minuto más, uno menos, no importa para la ocasión. Un instante después, el mismo tipo recibió otra llamada sobre el segundo avión en la otra torre. Los pasajeros reaccionaron de inmediato, como resortes. El conductor anunció que en todo caso el tren seguiría valientemente hacia su destino final, la ahora heroica Grand Central Station. Súbitamente todos los celulares que hasta ese momento venían afortunadamente aletargados comenzaron a trabajar sin cesar. Seguí leyendo pero mis dudas ya comenzaban a derrumbarse, mezcladas con una gran curiosidad por saber exactamente que era lo que estaba sucediendo en una cuidad donde cualquier cosa era posible.
Otro martes de rutina. Ese semestre académico tenía que ganarle al amanecer para tomar el mini-bus o buseta, como aún les dicen, y llegar con las justas a clase de 7 de la mañana. El esfuerzo era parcialmente retribuido si lograba conseguir un asiento libre e irme sentado todo el trayecto de un poco más de 30 minutos, si el tráfico colaboraba. Para esto tenía que dejar pasar sin remordimientos varias de las busetas que, cuando se acercaban a la esquina donde rutinariamente me paraba a esperar en ese frío intenso de las madrugadas de Bogotá, ya venían completamente repletas.
El objetivo era un taller de mecánica donde aprendíamos, por 5 horas consecutivas, a manejar con cierta destreza maquinaria de todo tipo y de última moda para esa época. La era digital aún estaba en su infancia. A eso de las 10am teníamos un corto descanso que abusábamos sin piedad para tomar un minimalista café con leche, o perico, y fumar con desespero un par de cigarrillos, sin la presión de las grises y frías máquinas del taller. A mediodía por fin nos liberábamos del todo pero nos esperaba la larga jornada de la tarde que comenzaba a las 2pm, sin falta. Para el almuerzo la frugalidad imperaba a pesar del hambre para así prevenir las tentaciones de la siesta durante las largas clases de física y cálculo diferencial.
Por fin llega el tren en la estación, ileso. Son las 10am pasadas.
Al llegar, el caos ya se ha impuesto, sin atenuantes. Muchos ya están regresando a sus casas. Otros están parados mirando casi que hipnotizados las ahora escasas pantallas de televisión – imagino las tomas de los aviones embistiendo las indefensas torres – como si fuera un día feriado o hubiese algún evento deportivo de escala mundial.
No alcanzo a ver nada, hay demasiada gente atosigando las pantallas. Decido salir a la calle y veo a mi derecha la espesa y gruesa humareda entre blanca y gris que sale de la punta sur de la ciudad. Luego, sacando las cuentas, me enteraría que a esa hora ya se había desplomado la primera torre. Sigo para la oficina como de costumbre. En el camino -tengo que caminar unas 4 cuadras largas- me topo con un colega que me informa que ya han decidido cerrar aciones Unidas, que mejor regrese a casa con los míos. El ya va de vuelta, corriendo, con una cara de angustia que no le conocía. Recuerdo que mi oficina no está en un edificio de propiedad exclusiva de Naciones Unidas así que decido seguir el camino usual.
Voy en plena contravía, en medio de la gente que no puede creer lo que está pasando. Al pasar escucho comentarios de transeúntes (“también le dieron a la Casa Blanca”, “la torre de Sears en Chicago se ha caído”, etc.) que no se despesgan de los radios de sus carros. Algunos están llorando; casi todos están pegados a los benditos celulares que por supuesto ya no funcionan adecuadamente; otros corren con gestos que nunca había visto en esta cuidad. Esta ya ha cambiado en forma radical en cuestión de minutos. Casi no la reconozco.
En esos años, los setentas, la universidad había cerrado la cafetería central por ser supuestamente un centro subversivo, otro más, y en su lugar se habían instalado kioscos alrededor de los diversas facultades para abastecer la demanda de los paupérrimos estudiantes. Algunas de las facultades tenían sus propias cafeterías pero nosotros no frecuentábamos la nuestra, la de Ingeniería, ya que teníamos ese temor típico de los “primíparos” – los que cursan el primer año de universidad . Y quizá por eso mismo también evitábamos las otras opciones un tanto más distantes.
Ese día decidimos comer en el kiosco que estaba justo al lado de la facultad de ingeniería. Usualmente, quienes manejaban estos kioscos tenías sus transistores prendidos todo el día escuchando Radio Reloj o una de esas populares emisoras con gran música de bar de buena vida y malísima muerte. Pero ese día al aproximarnos al kiosco notamos que el radio hablaba a toda velocidad y algo decía sobre Santiago de Chile. Mientras pedíamos nuestros frugal almuerzo entendíamos con más detalles y dolor lo que estaba sucediendo.
Era inverosímil. Al principio, nos avasalló la depresión total, muy por encima de ese sentimiento de incredibilidad que a veces nos aborda en esas ocasiones donde el mundo parece derrumbarse por completo sin hacer ruido alguno. Los bombardeos de la Casa de la Moneda sellaron la suerte de esta historia. Luego llegó la reacción, la rabia. Al final perdimos por supuesto pero mucho menos que aquellos que perdieron sus vidas en los días, meses y años siguientes allá en el cono Sur.
Te Recuerdo Amanda, La Calle Mojada. Aún te Recuerdo
Por fin llego a la oficina. Ya Ana me ha dejado un mensaje en el teléfono. Intento llamarla y tengo que hacerlo varias veces ya que no hay líneas, aparentemente, increíble. También intento entrar al Internet para leer o escuchar noticias. Es simplemente imposible. No funciona. It sucks. Ana en casa es mi único medio de información sobre un evento que ocurre casi a la vuelta de la esquina de donde estoy cómodamente sentado. Luego de varios intentos, me comunico con la familia en Colombia para tranquilizarlos.
Llamo a Washington a casa de mi hermana menor. Una de mis hermanas mayores, quien por coincidencia estaba de visita en DC, viajaba esa mañana de regreso a Bogotá y me entero que la han sacado corriendo del aeropuerto en medio de una locura total. Solo pudo viajar de regreso una semana más tarde o algo así.
Ana sugiere que regrese a casa lo más pronto posible, que están cerrando todas las entradas/salidas a/de Manhattan – de pronto caigo en cuenta que estamos en una isla. Coño! Luego de enviar un par de correos decido salir a explorar el regreso a casa bien sea en el tren suburbano u otro medio alternativo. El humo del sur, esta vez a mi izquierda, sigue firme, ahora un poco más opaco, casi negro.
Entro a la estación. Aún hay demasiada gente. De pronto se escucha por los altavoces la orden de evacuarla los más rápido posible. Se desata la locura en la estación! Todo el mundo echa a correr buscando una de la múltiples salidas, pensando en bombas que explotan o aviones que caen como misiles, que se yo. No corro, no quiero, en todo caso sería de poca ayuda. Pienso por donde salir y camino rápido. Siempre he caminado rápido en esta cuidad.
Decido regresar a la oficina para comunicarle a Ana los nuevos sucesos. No uso, no tengo celular; no me gusta y en todo caso una vez que cae la segunda torre son pocos los que quedan funcionando. Empiezo a planear como puedo salir de la isla, así sea a pie. Trato de ubicar el puente más adecuado para mi escape, el gran escape. Unas 140 cuadras mas o menos. Interesante perspectiva. Reflexiono. Miro por la ventana y veo a miles de personas caminando por la Segunda avenida, de sur a norte, huyendo de sus trabajos, del humo y el polvo, de la tragedia, hacia sus casas. Parece una manifestación multitudinaria, no hay carros en la avenidas. No hay buses, no hay metro, no hay nada. Ese desfile sin orden durará muchas horas.
Me lanzo de nuevo a la calle. La manifestación se ha expandido a todas la avenidas que viajan de norte a sur y que veo a mi paso. Tiene ese ritmo que usualmente vemos en las corrientes de los ríos: una sola dirección, y un paso firme, sin dudas. Me trastorna. Tengo que ir de oriente a occidente y debo navegar en forma transversal. No es fácil hacerlo. Es casi en contra de la fuerte corriente humana.
Intento de nuevo entrar a la estación. Sigue en pie pero sigue cerrada. No hay trenes hasta nueva orden. Camino un poco más y regreso de nuevo a la oficina, la improvisada guarida, la única trinchera, el pobre centro de comando. Ya se aproxima el mediodía. Ana me pasa los últimos detalles. La confusión en la información que se está transmitiendo es sencillamente asombrosa.
Pasadas las doce, Ana me avisa que inesperadamente han reabierto la estación. Casi al mismo tiempo nos ordenan por fin abandonar el edificio por razones de seguridad. Salgo hacia la estación, nado en forma transversal otra vez, para no perder la práctica, para cruzar el flujo del río humano. Por fin llego pero no puedo entrar ya que solo se puede entrar por una de las puertas en la calle 42. Hacia allí me dirijo. Hay que hacer cola para entrar.
El tren suburbano al cual apenas alcanzo a subirme se ha convertido súbitamente en el subway en plena hora pico. No cabe ni una aguja, hace mucho calor además. Voy parado en un rincón, muy cerca a una de las puertas del tercer vagón. El tren hace todas las paradas habidas y por haber. Los pasajeros van callados, quizá más de lo normal. Lo imposible ha sucedido y aún nadie lo puede creer.
Por fin llego al pueblo, casi dos horas más tarde. Van a dar las tres.
Hora que ir al colegio a recoger a nuestro hijo, Andrés.
El algo sabe del asunto, aunque muy poco. Los colegios del pueblo han decidido no compartir información con los niños para no amedrentarlos. Luego nos enteraríamos que 4 familias con hijos de la edad de Andrés perdieron en las torres a uno de sus padres.
Al llegar a casa vemos juntos por televisión lo que ha pasado. Si, yo tampoco había visto nada. El cree que es un accidente y me lo pregunta. Le explico en pocas palabras que no, que parece que fue intencional. Se queda pensando pero no dice nada. Es la imaginación convertida en realidad. Las tomas de los aviones despedazando las torres podrían ser parte de una película de Hollywood o de algún juego de vídeo con exceso de violencia. Creo o quiero creer que Andrés así lo ve. Parece que es poco lo que todo esto tiene que ver que el. Y así reacciona. Sigue con su rutina de todos los días. Sale del cuarto. Va a
jugar con su Play Station por media hora antes de empezar a hacer la tarea que ha traído del colegio.
La vida sigue….para nosotros.